San Miguel estaba sentado en el borde de una nube, balanceando los pies. Sufría
uno de esos días de gloria en los que un tedio celestial le impregnaba hasta la
última pluma. Volar de aquí para allá perdía todo interés y adorar a Dios le
parecía poco menos que un peloteo hipócrita. Consideraba que la verdadera
grandeza está en adorar a nuestros iguales, además de que un ser superior jamás
permitiría su endiosamiento. Desde la nube veía a lo lejos a los querubines
juguetear con las querubinas, pobres ellas, ángeles de tercera que ni siquiera
la divina providencia había permitido que existieran en los textos sagrados.
Eran tantos los designios incomprensibles y tanta la eternidad transcurrida, que
se había acostumbrado a acatar las órdenes flamígeras sin rechistar ni buscarles
justificación. Sólo cuando las nubes parecían negras a su mirada, le asaltaban
las dudas y se alejaba momentáneamente de la corte celestial: mejor evitar
cualquier encuentro con el jefe omnipresente. Entonces se pasaba horas
balanceando los pies y mirando hacia abajo, y si alguna lágrima se le escapaba
se convertía en lluvia ácida. “Tendría que haberme ido con él”, se decía, y es
que no podía evitar echar de menos al que había sido su mejor amigo, Luzbel, el
primer ángel que voló.
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miércoles, 12 de marzo de 2014
Luzbel, el primer ángel que voló.
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